Vigilo sus sueños mientras escucho el sonido de la estridente lluvia corromper el silencio que hacía unos minutos inundaba la habitación. El frío está haciéndole su presa y se arremolina entre ellas para esquivarle en el ataque. No le molesta el sonido. De hecho lo considera relajante, lo pude notar en la comodidad que mostró cuando se dejó caer sobre las almohadas y aspiró una bocanada del aire que entraba por la ventana, que felicidad y que tranquilidad pude ver reflejarse en su rostro.
Su sonrisa me da una alegría y al mismo tiempo un desconcierto, a mi mente le gusta jugar a torturarme apagando la ilusión que crece en mis adentros y convirtiéndola en una extraña caverna desolada y vacía. ¿Por qué no puedo solo disfrutar de esta alegría? ¿Por qué no puedo pasar el tiempo a su lado sin que nada duela? ¿Por qué tengo que pensarle tanto aún cuando le tengo tan cerca?
- ¿Por qué tengo que amarte de esta manera? – le susurré al oído y vi un escalofrío abrirse paso desde su cuello hasta sus brazos haciéndole buscar otro punto de comodidad.
Retrocedí. ¿Acaso eran mis palabras causantes de aquello? No, tenía que estar alucinando, es lo que la mente hace cuando quiere jugar contigo, y para la mía eso es un pasatiempo.
Me acerqué suavemente y le vi en paz nuevamente, algo le había perturbado, eso estaba claro. Pero mi pesimismo tuvo fuerza un instante y me acerqué de nuevo.
- ¿Puedes oírme? – susurré y no pude evitar sentir una sensación curiosa revolotear a mi alrededor al ver la misma reacción en su piel.
- Si, ¿Qué es lo que quieres? – dijo su voz repentinamente.
Toda sensación de estar muerto desapareció dentro de mí y me sentí como creo que jamás me había sentido: la vida afloró como la lluvia aflora de las nubes en lo alto y creo haber sentido el sabor de una bocanada de aire fresco entrar en unos inexistentes pulmones y llenar mi pecho. Entonces la realidad llegó a golpear la puerta, le miré de nuevo y le vi con los ojos cerrados y sumidos en una paz grandiosa.
Retrocedí de nuevo como si una fuerza me hubiera impulsado hacia la pared. Me estaba volviendo loco, mi mente estaba desquiciada y estaba imaginando cosas.
Muerte eres cruel. Como un depredador fantasmagórico te llevas mi vida, me condenas a una soledad absoluta e irremediable, me obligas a amar a quien no puede amarme y ahora la misma soledad hace los últimos estragos en una mente sin cerebro haciendo que alucine lo que más añore.
- Ojalá fuese verdad – le dije – ojalá fuese verdad que me oyeras, ojalá pudiera iluminar tus sueños con las mil y un palabras que tengo para decirte y no he podido expresar. Cientos son las frases que tengo trabadas entre mi conciencia y mi muerte y quisiera decírtelas sin parar, así como quisiera que me escucharas.
Sus labios se curvaron en una sonrisa pacífica y la sensación de calor envolvió mi alma de nuevo. Me estaba escuchando, aunque fuera en mi imaginación, me estaba escuchando. Y si la locura iba a tomar parte en este juego para hacerme sentir como ahora me siento, feliz estaré de dejarme llevar aunque algo me esté contrariando por dentro.
- No te quedes callado – le escuché decir.
Ahora pide escucharme, como si me conociera de toda la vida, como si necesitara de mis palabras para existir.
Me acerqué y lo que quedaba de su sonrisa se esfumó, el escalofrío le recorrió el cuerpo de nuevo y quise inútilmente aplacar el erizo de su piel con mi mano. Pero no fue lo que sucedió, lo que en realidad pasó me asustó: el escalofrío se hizo más intenso y sus dientes comenzaron a tiritar, pensé que era el frío pero a medida que movía mi fantasmal mano sobre su piel el escalofrío le escocía y le hacía retorcerse suavemente entre sus sábanas dibujando en su perfecto rostro una expresión de miedo y desconcierto que no hubiera querido ver jamás.
La fuerza invisible de mi propia reacción me hizo alejarme, con miedo crucé la habitación y me uní a la pared aún pudiendo tener a mi alcance su rostro y si, sucedió, vi paz de nuevo en su gesto y la tranquilidad del sueño gobernando sus sentidos.
Crucé completamente la pared y atravesé el techo con toda la velocidad que tuve, las leyes físicas no me podían detener y lejos de ahí quería estar, a la luna si era posible quería llegar. Mi sufrimiento se hacía tan grande como el río se crecía ante la lluvia que caía sin quererse detener y aunque las gotas no podían mojarme me recordaban un poco a lo que sería llorar. ¡Entonces que no se detuvieran! y continuaran expresando lo que mi alma ya no podía exteriorizar.